lunes, 21 de febrero de 2011

Jacques Louis, padre de la pintura contemporánea. Parte 2.

"Madame Recamier"
Algunos topos de biblioteca le han llamado chaquetero. No lo fue. La consecuencia, o lo que se creía entonces que sería la consecuencia lógica de la revolución, de una revolución laica, la primera de la historia (la americana gestó una constitución en la que se pondera, textualmente, que se trata de "una nación sometida a Dios", o sea, al tipo con barba de 40 años que está sobre una nube),  fue todo ese tinglado de lo que vino después; o sea, David, no se cambió de chaqueta: siguió siendo un revolucionario, y, como tal, veía en Napoleón, no ese monstruo que, desgraciadamente, los vencedores nos dejaron como herencia, sino al héroe romántico, al genio militar, al hombre que hubiera podido unificar toda Europa bajo las ideas revolucionarias -y esos speechs de profesores rancios, franquistas y acomplejados de "bajo la bandera atea y francesa, no son más que, según el estilo del viejo druguito Alex, "A Clockwork Orange" (Burgess, etcétera), "excus cus cusas"-. Por eso nos topamos con algo nuevo, distinto, insólito en la amalgama de pinturas del vieux maître: un retrato. No será como esa serie de pinturas de encargo, generalmente de la nueva burguesía después de su "nacional" año cero ("Madame Recamier",  "Madame Raymond de Verninac", "Monsieur Seriziat", etcétera), donde se pondera la sofisticación de la modernidad, de la gente que ha llevado a término la revolución, el cambio a un nuevo "orden".

"La coronación de Napoleón"
Incluso si tomáramos a David como un chaquetero (que, insisto, no fue), gracias a ese cambio de escenario político-social revolucionó los distintos géneros. El género del retrato, que vivió su primera revolución con la eclosión de Giorgione, y, posteriormente, el gran Tiziano, vuelve a sufrir una metamorfosis. El retrato de grupos, que tiene una raigambre antigua (creo recordar cierto mosaico donde se relata cierta hazaña de Alejandro Magno y sus generalillos), y un golpe de efecto de tufillo renacentista ,por poner un par de ejemplos,... "La adoración de los Reyes Magos", de Benozzo Gozzoli en el Palazzo Medici Ricardi, Florencia, o la "Pala Pesaro" en la pared norte de la maravillosa basílica de Santa Maria dei Frari -Venecia, 4'50 € el ticket de turista pardillo; gratis si uno dice que va a rezar...- donde varios personajes de época se hacen retratar en adoración de la Virgen), toma y cobra una dimensión nueva, de testimonio histórico, el valor de "testigo presencial" de un determinado acontecimiento; así, en la salvaje y monumental "Coronación de Napoleón", David retrata no a uno ni a dos, sino a todo perro quisquis que se presentara en su estudio diciendo que era el marqués tal o el general de campo Mengano de Tal, y capta el exacto momento en que, con gracia, chulería, alevosía, salero y olé -eso que nos falta a veces a los españoles-, toma la corona de emperador de manos del papa, dejándole a la altura del betún de Judea y se auto proclama semi dios por la gracia de él mismo.

"Napoleón atravesando los Alpes"

También da una vuelta más de tuerca del retrato ecuestre, con su maravilloso y "sublime" -que, en Estética, significa, "romántico", "terrible", "pavoroso",... - "Napoléon atravesando los Alpes". Es cierto que idealiza al emperador del metro y cincuenta y tres, pero, ¿acaso uno no imagina a sus héroes de la infancia de esta guisa? ¿acaso no podrían estar sobre ese embravecido y formidable caballo un Alejandro Magno, o un Aquiles, o el pirata de la canción de Espronceda -si un día decidiera dejar la mar por la equitación-? Esto es muy interesante, porque no será hasta la llegada de otro gran fetiche particular, Géricault, cuando se vuelvan a ver rocines tan esplendorosos, llenos de vigor, de fuerza, de brío, de esa brizna de lo salvaje, indomesticables, como lo fueron el viejo David y el joven Theodore; caballos, que, según un especialista de la pintura romántica francesa, son personas, caballos que son las personas que tanto David como Theodore quisieran ser, o sea, valientes, poseedoras de una fuerza inimaginable, incombustibles, lejos del letargo en el que, poco a poco, la sociedad francesa se fue sumiendo en cuanto comenzaron a pasar de la Revolución a las

"Venus y Marte"

victorias napoleónicas, heroicas, y de ahí al horrible hedor del tedio, de la burocracia, de los decretos de ley, etcétera.


Por eso, al final de su vida, el viejo David, se dedica a pintar monigotes, o sea, buenos cuadros, pero, desde luego, lejos de los que había pintado años antes; obras de miel sobre azúcar, infumables, que deberían decorar termas o baños turcos, pero no, desde luego, pared alguna de museo que se precie. Tal es el caso de "Venus y Marte".

La palmó dejándonos pequeñas vistas a un triste jardín desde la ventana de su exilio en Luxemburgo, triste, grisaceo, polvoriento. Hoy, más que nunca, debemos reclamar su total y absoluta dedicación a la vanguardia artística -que, en su época, era reinventar el lenguaje clásico-, a ir más allá de los límites establecidos por aquella servil sociedad monárquica y degradada, o sacando el máximo partido a modelos mediocres -Napo creo que saltaba para poder sentarse a comer en una mesa -; David, y sus ojos tirando líneas imaginarias, nos dejó como herencia toda la pintura que se desarrolló en el mundo a su muerte, porque ninguno escapó a su influencia: suyos fueron los dos hombres que llevaron a efecto los consejos del viejo maestro jacobino, Ingres -línea- y el barón Gros -color-; de Ingres se desparramaron por Francia y por el mundo pintores como Girodet,  Gerard,... que, más tarde, serían recuperados por los simbolistas, y, aún más adelante, un Picasso o un Braque nos dejarán secos a base de líneas davidianas con su cubismo -de pastillas de caldo-; de Gros nacerían los dos grandes genios románticos franceses, el apoteósico Géricault -Byron de Francia- y el conservador y sibarita Delacroix, que más tarde darían paso a un Courbet, a un Manet, a un Renoir, Monet,... Van Gogh... Matisse, Derain, Vlaminck... etcétera. Por eso, llegados a este punto de reconocimiento total al gran Jacques Louis, ¿cómo pudimos barajar las cartas y perder una de las más importantes? ¿cómo pudimos olvidar al patriarca de nuestra familia? ¿cómo pudimos dejar junto a una gasolinera al viejo David, padre verdadero del "todismo"?

miércoles, 16 de febrero de 2011

Jacques Louis, padre de la pintura contemporánea. Parte 1.

Hay muchas injusticias a lo largo y ancho del planeta Arte. Una de ellas es el cráter Jacques Louis David. La fortuna crítica de los pintores, a lo largo de la historia, es cruel, muy cruel. La fortuna crítica del viejo jacobino David ha sido desastrosa, terrible, cruel hasta límites insospechados. ¿Por qué? El suave murmullo de la novedad, la saliva pringosa del capricho o el asqueroso hálito del márketing han tenido parte de culpa; si debemos personificar estos tres agentes no necesitaremos usar ni siquiera el 10% de nuestra masa gris; sí, habéis acertado: fueron los críticos.

Los críticos -a los que uno imagina con cabellos largos, bigote y perilla y muchas, muchas, muchas canas- pasaron de considerarle el moisés del arte contemporáneo a dejarle en un segundo término, por detrás, por ejemplo, de un producto artificioso del márketing siglo XX como Goya, que se convirtió en padre del "todismo" -o sea, de todas las escuelas posteriores de pintura, indiscriminadamente-. Yo no quiero ser tan injusto con Goya como lo fueron los críticos con David: Goya fue maestro de un Manet que se dejó caer por España en rollo turisteo, como quien se acercaba a alguna esquina del tercer mundo, y, quizá, por ende, de los impresionistas; sin embargo, esa fiebre por considerar a Goya padre del fauvismo, del expresionismo, del surrealismo... me parece exagerada -sobre todo, teniendo en cuenta un mínimo detalle: ¿cómo pudieron KiRSCHNER, O Franz Marc, POR EJEMPLO, acceder a las obras de Goya si, en aquellos neblinosos primerísimos años del XX aún no se habían comercializado catálogos de Goya en Alemania, ni se habían reproducido copias de sus obras en latitudes teutonas?... silencio; lo suponía. Sin embargo, sí que los realistas, simbolistas impresionistas, fauvistas, cubistas -¡¡¡sobre todo!!!-, futuristas, expresionistas, surrealistas, suprematistas rusos o neofuturistas rusos y mis amadísimos neoplasticistas, tuvieron acceso de primera mano a las pinturas del viejecillo David.

Muchos consideran sus cuadros como sermones. Y tienen razón. Pero, como suelo decir a menudo: hay sermones y "sermones". Los sermones de David, románticos, sublimes -en su sentido burke- eran deliciosos, tanto en forma como en contenido: nunca está de más emplazar a un tirano que despilfarra la pasta nacional a reflexionar mediante una pintura de inspiración clásica. Para ello, David, harto de esas formidables maquinaciones novelescas de lagrimilla fácil de Gréuze, se fija en el clasicismo, en la flexibilidad del lenguaje clásico, que se adapta a cada tiempo, a cada situación;  una pequeña nota: la gente suele pensar en lo clásico como un templo griego dórico, o en los foros romanos; tienen razón, eso es clasicismo; sin embargo, el lenguaje clásico tiene otras connotaciones: lo clásico es lo que está conformado a base de claridad y pureza de líneas, o, también, en otro ámbito, lo que permanece, lo que se convierte en imperecedero, lo que no pasa de moda. 

"Patroclo Herido".
"El juramento de los Horacios", 1785.
Cuando pintó aquel "Patroclo", un estudio magnífico de desnudo masculino, con objeto de ganar el premio de la Escuela de Bellas Artes de Roma, aún se podían ver pequeñas esquirlas Rubensianas, ciertos aires de Rembrandt, de Watteau, de Chardin. Sin embargo, poco tiempo después, en 1785, crea una obra extraordinaria, deliciosa, no sólo por su contenido, sino también por lo que tenía de ruptura con lo anterior, con la pintura del XVIII francés: "El juramento de los Horacios". Además de la temática (los horacios juran ante su padre acudir a luchar por Roma, aún sabiendo que morirán: una clara alusión a la coyuntura política francesa de la época prerrevolucionaria, y un emplazamiento a Luis XVI a sacrificarse por Francia -sin ser necesaria la muerte, claro- y dejar de derrochar el erario público), es la forma, es el uso del diseño perfecto, a lo Flaxman, o sea, puro, nítido, elevando a cotas insuperables el desarrollo del dibujo, lo que hacen de este paso, un importantísimo momento del arte: el momento en el que un artista genera un túnel y vislumbra lo que llegará 115 años después; David toma su catalejo y ve al fondo del camino a Picasso, a Mondrian y a toda la caterva de -como diría Kahnweiler- "modernos". Además, pondera la naturaleza ética del hombre frente a la política de la mujer -por favor, nada de segregación de géneros-; me explico: estos muchachos eligen morir, el sacrificio, como Héctor cuando sale acojonado de los muros de Ilión para enfrentarse al eakida Aquiles; sin embargo, miremos a la derecha, al grupo de mujeres; ¿a quién de nosotros se le escapa que si ellas pudieran elegir, negociarían, evitarían el combate, el sacrificio, harían política -y, por favor, no interpretéis el término "política" en el funesto sentido actual, sino en su esplendorosa significación clásica- como lo hubiera hecho Andrómaca, la mujer de Héctor Priamida? 

"La muerte de Sócrates", 1787.
Poco tiempo después volvió al rollo antiguo y al tono de sermoneo. Supongo que este pie del que cojeaba lo heredó del gruñón Gréuze, su maestro. En esta ocasión es la antigüedad griega la que aporta su granito de arena en la discursiva davidiana: "La muerte de Sócrates", 1787. De nuevo el dibujo claro, de nuevo la arquitectura clásica como escenario. Jaime Brihuega dijo un día "por aquella gallería en sombra hubiera debido escapar Sócrates", y cubrirse de mierda, claro, porque escapar no hubiera sido un comportamiento ético; de tal manera, Sócrates se enchufa el copón de cicuta y la palma y... ¡sacrificio al canto! Ya tenemos otro dardito made in David hacia Luis XVI y su corte de voraces "banquetistas". En una línea similar a los Horacios (1785) pinta, ya en 1789, "Los lictores llevan a Brutus los cadáveres de sus hijos", donde podemos, de nuevo, observar cómo David divide la escena en grupos de figuras (por un lado los lictores y los cadáveres, por otro las mujeres en llanto y, en la parte inferior izquierda del cuadro, la figura de Brutus que observa, desquicidada, al espectador); esto es otro sermón más del bueno de David que hace referencia a los sacrificios necesarios que el pez gordo, o sea, el delfín de Francia, debiera hacer.

"Le serment del jeu de pomme". 1789.
Sin embargo, tanto sermón no serviría de nada. Y David, al que un crítico y caricaturista retrató caminando por una calle parisina imaginando líneas tiradísimas sobre el espacio, pasó a la acción. Se convirtió, así, como quien saca el abono de temporada, en jacobino, socio nº3 -después de Robespierre y Marat, claro- y nos deja aquel maravilloso "Juramento del juego de pelota", donde lo importante de toda la composición está arriba (casi siempre, en la mayor parte de los cuadros, lo importante suele estar arriba), en la parte superior izquierda, donde el viento nuevo de la libertad agita esas cortinas, augurando nuevos tiempos, mientras el clero y la nobleza tiritan en un primer plano, abajo, en el centro. Este es el primer cuadro que realiza basándose en hechos contemporáneos a él, y también, un giro más de tuerca en la historia de retratos grupales. Después llegará "La coronación de Napoleón".

"Marat asesinado". 1793.
Un cuadro más. La muerte de Marat, amigo de David, a manos de Charlotte Corday -David, en este lienzo, reflejará cómo Marat llegó a escribir, antes de palmarla, el nombre de su asesina en un pliego de papel-, armada con un cuchillo de carnicero, mientras tomaba uno de sus baños (Marat tenía una enfermedad de carácter dermatológico), dejó seco al maestro jacobino y, como en la pintura anterior, divide el espacio en dos: la inferior, donde LA CARNE MACILENTA DE Marat permanece sin vida, y el rostro del cadáver se convierte en el de un mártir moderno, de la revolución; en la mitad superior, todo queda en una misteriosa penumbra, que es por donde se ha escapado la vida, o el -odio esta palabra tan "profundísima"- alma del líder revolucionario.

hasta aquí esta primera parte del artículo sobre David. La revolución terminó, llegó el experimento del directorio y es ahí donde nos reencontraremos con el viejo maestro.







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lunes, 7 de febrero de 2011

Línea y color, tu nombre es Mondrian.

El viejecito Mondrian sigue con su “be-bop” desde algún punto de la galaxia. La palmó hace tiempo, pero su obra aún tiene esa atemporalidad del clasicismo. Muchos diréis: “¡Eh, un momento! ¿Mondrian, clasicismo? ¿Y en la misma frase?”. Sí, Mondrian, clasicismo, y en la misma frase. Para hacer de él un clásico uno no puede plantarse en un museo, delante de una de sus obras y ya está, así de simple y de fácil.

Mondrian ya estaba en el universo arte mucho antes de que naciera. De hecho, debemos retrotraernos a un momento crucial del meollo artístico: el siglo XVI. En esa centuria donde nace el nefasto invento del imperio español, con un Carlos V a caballo –según Tiziano, claro- y Michelangelo se puso unas alas virtuales para pintar la Capilla Sixtina, encontramos el génesis de todo el arte posterior: dos escuelas, dos formas de ver el mundo, dos interpretaciones del arte.
Por un lado, la escuela florentina, que sigue las los pasos de Michelangelo Buonarrotti, y se decantan por un trazo y un dibujo limpio, necesario, imprescindible, imperativo, por la forma; de esta escuela jamás podremos olvidar al gran Andrea Del Sarto, Iacopo Pontormo, Rosso Fiorentino, puntini puntini (puntos suspensivos). Por otro, la escuela veneciana, en la que todo estalla en color, se desarrolla en color, respira en color y su prioridad es color, o sea, la materia; y en ella nos topamos con Giorgione, Tiziano, Tintoretto, Il Veronese, Lorenzo Lotto, Paris Bordone, etecé.

Del siglo XVI, parten, por tanto las raíces de estas dos escuelas, y continúan por las amplias y frondosas ramas de los siglos posteriores. En el siglo XVII, la escuela de la línea encuentra en Caravaggio, Poussin, Velázquez o Van Eyck a sus sucesores; por parte de los “coloristas” el once titular es sensiblemente más numeroso: Rembrandt, Rubens, Vermeer, Carracci, José de Rivera, y… en un fabuloso estallido de atardeceres, el gran Claudio de Lorena. El siglo XVIII es el siglo del revivalismo, o del nacimiento de un nuevo revivalismo de lo clásico, o, como el bueno de Flaxmann quiso, del perfil de los relieves griegos, o sea, línea línea línea. Y así, aunque comienza con un maravilloso Watteau –casi impresionista- con sus jueguecitos amorosos en jardines pijos de las afueras de París y sus pierrots, polichinelas y arlequines como muñecos de trapo, el resto de la centuria será, invariablemente, una dictadura de la línea; maravillosa dictadura de la línea. Es entonces cuando Fragonard nos enseña, a través de una cerradura, los placeres del voyeurismo; y Chardin -¡pintor clave de la Historia del Arte y tan abandonado!- nos sienta en un salón para que cuidemos de sus niños mientras él se ausenta y ellos juegan o leen o pasan de nosotros; o Gréuze y sus “cuadronovelas” donde las tragedias sucedían por encima de las mesas mientras, por debajo de ellas, se producían auténticas batallas épicas, grandiosas, entre perros y gatos… Y así sucesivamente hasta llegar al jacobino David, el gran Jacques Louis que nos liberó, que redimió a media Europa a pesar de estar, hoy, tan devaluado, tan denostado, tan demodé, a base de esos dibujos limpios, deliciosos, y esos Horacios que van a morir como quien va a tomarse un vermouth, o Brutus que recibe los cadáveres de sus hijos mirándonos con el rostro de quien ha perdido el boleto ganador del euromillón.

Ya en el XIX, sólo Ingres –el gran Ingres, y su “pintura de trapos”-, Guerain, y algún que otro despistado seguirá en la cruzada por la línea, porque el XIX es el siglo del color -¡qué contradicción! Cuando uno piensa en el XIX no puede evitar pensar en fotos en blanco y negro, y cuando uno piensa en el XVIII, en el XVII, en el XVI, lo primero que le viene a la mente es color, en estallido-, el siglo de los caballos de Géricault (el gran Géricault, seductor de mujeres, domador de caballos, héroe de fábula,…), de esos speech Delacroix, de los clítoris abiertos de Courbet, de los impresionistas, de los postimpresionistas, y de los primeros experimentos fauves.

El XX. Matisse y Picasso. Color y línea. Y paralelamente, Kandinsky –color- y Braque –línea-, Derain –color- y Mondrian –línea-. Línea Mondrian. Tengo un amigo que dice que sus cuadros le recuerdan a muchos de los muros que hay en algunas de nuestras ciudades, de esos a base de sillares de formas rectangulares y cuadradas irregulares; a un importante historiador del arte francés le parecen como pequeñas proyecciones de un laberinto; según A.G.G., profesor pasota y tal de la facultad de Geografía e Historia de la UCM y especialista en las primeras vanguardias, dice que cada cuadro no es más que un fragmento de un Mondrian gigantesco, enorme, de una habitación Mondrian decorada de forma gigantesca y total a base de cuadrados, de tal manera que el viejecito Piet sólo tenía que mover su caballete hasta el lugar que quería reproducir de esas paredes; como resultado, cada lienzo Mondrian sería un pequeño fragmento de ese “cosmos” de líneas rectas y rectángulos de colores primarios. Todo esto está fenomenal, pero lo que no dice ninguno de todos ellos es que el viejecito Mondrian es la simbiosis, la unión, el lugar de encuentro final de ambas escuelas, y esa fusión dejó en paz la absurda discusión entre forma y materia, porque como dijo el mismo catedrático, James Dean de los pasillos humeantes de la planta 8 de una caja de cerillas de ladrillo, “¿por qué una dicotomía entre línea y color? La forma nunca es un problema; la línea, el color, nunca son problemas a la hora de hablar del arte”.


Por eso Mondrian es fabulosamente clásico, porque su discurso es universal, y nos otorga una absoluta calma, nos aleja de comernos la quijotera pensando en esas gilipolleces de "línea" o "color", nos abraza en su universo de líneas tiradísimas y Coltrane, de paz, de armonía. 




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