lunes, 7 de febrero de 2011

Línea y color, tu nombre es Mondrian.

El viejecito Mondrian sigue con su “be-bop” desde algún punto de la galaxia. La palmó hace tiempo, pero su obra aún tiene esa atemporalidad del clasicismo. Muchos diréis: “¡Eh, un momento! ¿Mondrian, clasicismo? ¿Y en la misma frase?”. Sí, Mondrian, clasicismo, y en la misma frase. Para hacer de él un clásico uno no puede plantarse en un museo, delante de una de sus obras y ya está, así de simple y de fácil.

Mondrian ya estaba en el universo arte mucho antes de que naciera. De hecho, debemos retrotraernos a un momento crucial del meollo artístico: el siglo XVI. En esa centuria donde nace el nefasto invento del imperio español, con un Carlos V a caballo –según Tiziano, claro- y Michelangelo se puso unas alas virtuales para pintar la Capilla Sixtina, encontramos el génesis de todo el arte posterior: dos escuelas, dos formas de ver el mundo, dos interpretaciones del arte.
Por un lado, la escuela florentina, que sigue las los pasos de Michelangelo Buonarrotti, y se decantan por un trazo y un dibujo limpio, necesario, imprescindible, imperativo, por la forma; de esta escuela jamás podremos olvidar al gran Andrea Del Sarto, Iacopo Pontormo, Rosso Fiorentino, puntini puntini (puntos suspensivos). Por otro, la escuela veneciana, en la que todo estalla en color, se desarrolla en color, respira en color y su prioridad es color, o sea, la materia; y en ella nos topamos con Giorgione, Tiziano, Tintoretto, Il Veronese, Lorenzo Lotto, Paris Bordone, etecé.

Del siglo XVI, parten, por tanto las raíces de estas dos escuelas, y continúan por las amplias y frondosas ramas de los siglos posteriores. En el siglo XVII, la escuela de la línea encuentra en Caravaggio, Poussin, Velázquez o Van Eyck a sus sucesores; por parte de los “coloristas” el once titular es sensiblemente más numeroso: Rembrandt, Rubens, Vermeer, Carracci, José de Rivera, y… en un fabuloso estallido de atardeceres, el gran Claudio de Lorena. El siglo XVIII es el siglo del revivalismo, o del nacimiento de un nuevo revivalismo de lo clásico, o, como el bueno de Flaxmann quiso, del perfil de los relieves griegos, o sea, línea línea línea. Y así, aunque comienza con un maravilloso Watteau –casi impresionista- con sus jueguecitos amorosos en jardines pijos de las afueras de París y sus pierrots, polichinelas y arlequines como muñecos de trapo, el resto de la centuria será, invariablemente, una dictadura de la línea; maravillosa dictadura de la línea. Es entonces cuando Fragonard nos enseña, a través de una cerradura, los placeres del voyeurismo; y Chardin -¡pintor clave de la Historia del Arte y tan abandonado!- nos sienta en un salón para que cuidemos de sus niños mientras él se ausenta y ellos juegan o leen o pasan de nosotros; o Gréuze y sus “cuadronovelas” donde las tragedias sucedían por encima de las mesas mientras, por debajo de ellas, se producían auténticas batallas épicas, grandiosas, entre perros y gatos… Y así sucesivamente hasta llegar al jacobino David, el gran Jacques Louis que nos liberó, que redimió a media Europa a pesar de estar, hoy, tan devaluado, tan denostado, tan demodé, a base de esos dibujos limpios, deliciosos, y esos Horacios que van a morir como quien va a tomarse un vermouth, o Brutus que recibe los cadáveres de sus hijos mirándonos con el rostro de quien ha perdido el boleto ganador del euromillón.

Ya en el XIX, sólo Ingres –el gran Ingres, y su “pintura de trapos”-, Guerain, y algún que otro despistado seguirá en la cruzada por la línea, porque el XIX es el siglo del color -¡qué contradicción! Cuando uno piensa en el XIX no puede evitar pensar en fotos en blanco y negro, y cuando uno piensa en el XVIII, en el XVII, en el XVI, lo primero que le viene a la mente es color, en estallido-, el siglo de los caballos de Géricault (el gran Géricault, seductor de mujeres, domador de caballos, héroe de fábula,…), de esos speech Delacroix, de los clítoris abiertos de Courbet, de los impresionistas, de los postimpresionistas, y de los primeros experimentos fauves.

El XX. Matisse y Picasso. Color y línea. Y paralelamente, Kandinsky –color- y Braque –línea-, Derain –color- y Mondrian –línea-. Línea Mondrian. Tengo un amigo que dice que sus cuadros le recuerdan a muchos de los muros que hay en algunas de nuestras ciudades, de esos a base de sillares de formas rectangulares y cuadradas irregulares; a un importante historiador del arte francés le parecen como pequeñas proyecciones de un laberinto; según A.G.G., profesor pasota y tal de la facultad de Geografía e Historia de la UCM y especialista en las primeras vanguardias, dice que cada cuadro no es más que un fragmento de un Mondrian gigantesco, enorme, de una habitación Mondrian decorada de forma gigantesca y total a base de cuadrados, de tal manera que el viejecito Piet sólo tenía que mover su caballete hasta el lugar que quería reproducir de esas paredes; como resultado, cada lienzo Mondrian sería un pequeño fragmento de ese “cosmos” de líneas rectas y rectángulos de colores primarios. Todo esto está fenomenal, pero lo que no dice ninguno de todos ellos es que el viejecito Mondrian es la simbiosis, la unión, el lugar de encuentro final de ambas escuelas, y esa fusión dejó en paz la absurda discusión entre forma y materia, porque como dijo el mismo catedrático, James Dean de los pasillos humeantes de la planta 8 de una caja de cerillas de ladrillo, “¿por qué una dicotomía entre línea y color? La forma nunca es un problema; la línea, el color, nunca son problemas a la hora de hablar del arte”.


Por eso Mondrian es fabulosamente clásico, porque su discurso es universal, y nos otorga una absoluta calma, nos aleja de comernos la quijotera pensando en esas gilipolleces de "línea" o "color", nos abraza en su universo de líneas tiradísimas y Coltrane, de paz, de armonía. 




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